LA PAZ EN PLENILUNIO
La luna está en plenilunio, su
claridad es inmensa, abarca todo el contorno nocturnal y el río serpentea caudaloso
entre peñas y pendientes; sus aguas espumosas forman a veces remolinos y un
ruido ensordedor es el rugir del choque de las piedras que arrastra en su
interior, una lluvia pertinaz lo está mojando y las hojas de las ceibas, del
cañahuate y del caracolí, no alcanzar a construir ese paragua que evite que le
caiga el inmenso chaparrón. Allá en lo
alto del cielo inmenso, las estrellas se adormecen titilando cual luciérnagas y
por fugaces instantes apagan sus linternas, sumiendo en fugaz oscuridad las
negras y preñadas nubes, que titilando de miedo se orinan a placer sin poder
contener el torrencial aguacero. La luna
ahora ha sido cubierta por las inmensas nubes negras y su claridad plenilunar
no alcanza atravesar aquel grueso y oscuro manto de nubes, que como por arte de
magia en un fugaz instante se han apoderado del entorno y del paisaje natural.
El mirlo en un ciruelo se ha ocultado, y pensativo y silencioso ha dejado de
cantarle a su novia que es la noche; Un
halito de frio letal recorre aquel ambiente y un profundo y espeso silencio se
apodera del lugar. La luna ahora sí, ha
dejado de brillar, el toldo negro de las espesas nubes, son las dueñas y
señoras del espacio y a carcajadas retozándoos entre sí, continúan orinando a
borbotones alimentando cual diluvio universal, el desbastador vendaval. El río tiene miedo y corre a prisa, las
gruesas gotas aguijonean sus lomos y él inquieto se desliza como queriendo
llegar muy rápido a su destino. Los
habitantes nocturnales, agazapados en sus cuevas, madrigueras y en las copas de
los árboles, no atinan a mover ni una pestaña, ellos conocen este ambiente, han
sido testigos de una noche parecida a esta y saben por instinto que el mal se
cierne en la comarca.
El silencio es infinito, largo
y profundo, pero un silbido zigzaguea en el ambiente, imitando el deslizar de
las patas de un zancudo en una hoja de papel; es tenue, leve, pero inquietante,
da la apariencia que por instantes se multiplicara por mil y retumbara en el
oído como un tambor africano. Todos
están a la expectativa, el tigre y el turpial, el mirlo y la serpiente, el búho
y el cardenal y los peces que no duermen en el río y que llenos de miedo
también titiritan del frio. Las negras
nubes en el cielo han sentido aquel temor y abrazadas entre sí, ahora orinan
despacito amilanando el temporal. El río
corre de prisa, soberbio, imponente, caudaloso, rugiendo en su interior y
dispuesto a enfrentarse a lo que sea. El
silbido ya es visible en los oídos y por instantes se agiganta y la luna que
percibe aquel misterio, le implora de rodillas al manto negro de las nubes, que
abran sus ventanas y le dejen lanzar a plenitud toda la luz de su fulgor, para
aclarar aquel misterio natural. Las
nubes le obedecen y abren sus puertas de par en par y la luna en plenilunio
vuelve alumbrar aquel paisaje natural. A
la distancia se observa la inmensa cadena montañosa y sus picos cubiertos de
nieve. La luna los alumbra a plenitud, su fulgor es inmenso, pero es opacado
por el azulado brillo que desciende vertiginoso, acompañado de aquel tenue
silbido que por momento quiere romper los oídos. El disco incandescente desciende a
velocidades increíbles, pareciera que fuera a estrellarse con los picos
montañosos, pero pasa raudo para detenerse como por arte de magia en la copa de
las altas ceibas y caracolíes. La inmensa
claridad de la luna en plenilunio ya no llega a la comarca, se ha detenido a
mitad del espacio, como cuajada y sostenida por el haz de luz del azulado
brillo que cubre este espacio en su totalidad.
El río se ve plateado, las hojas de los árboles se han vuelto
transparentes y las gotas que caen del fuerte chaparrón, parecen lágrimas de
cristales que se posan en el río. El ciruelo se ve hermoso y cual árbol
navideño, invita al mirlo a cantarle a la pradera. Los animales salen de sus cuevas, de sus
madrigueras, las aves vuelan en las copas de los árboles y el miedo ha
desaparecido en su totalidad de ellos.
Aquel tenue silbido igual tampoco existe y ahora a cambio de aquel
silbido, se escucha la música celestial de la canción del amor. Y como un misterio
celestial, los animales, los árboles, el río y las montañas hablan y todos
cantan armoniosos, llenos de inmensa felicidad: “Que si existe la verdad. Que
pronto vendrá la paz, que la luz vino del cielo y que allá por Ganimedes, se está
firmando la paz”.
Autor: Antonio Hernández Gutiérrez
Fecha: 17 de Noviembre de 2014
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País Colombia